LA LEYENDA DEL “LOCO ARBOLITO” – Noemí B Strocovsky

-Tal vez usted me considere atrevido, aún así, ¿no le parece apresurado el alta del paciente D.O.?

-Me agrada observar en médicos jóvenes, como usted, cierta duda, saludable, por cierto. Mis treinta años de profesión me permiten decirle que el alta fue absolutamente acertado.

-Pero, él…

-Disculpe la interrupción, ahora yo le pregunto, ¿conoce usted la historia de este hombre? Me refiero a la vida del paciente, su pasado, por qué llegó acá.

-Leí algunos datos. Supongo que usted sabe mucho de él, ¿quiere contarme?

-Será un placer. Al final del relato estará de acuerdo conmigo: es un ser muy singular –le indicó a su secretaria que no le pasara más llamadas por el resto de la tarde; invitó al doctor F. a sentarse y comenzó a contar:

-Muchos años antes de empezar aquí, yo era médico clínico, ni soñaba con llegar a ser psiquiatra; mi proyecto era recorrer pequeñas localidades y establecerme durante algún tiempo, lo suficiente para capacitar a alguien que pudiera resolver dolencias leves y derivar a los pacientes más delicados.

Al cabo de algunos años y muchos kilómetros recorridos, sentí que había cumplido mi misión como médico, entre los más desprotegidos, con verdadero sentido humanitario; desperté, incluso, en algún joven la vocación por esta carrera.

En un cuaderno de notas yo registraba los casos que quería investigar y algunas historias de lugareños que, por algún motivo, me importaban.

Cierta noche de insomnio surgió la explicación: el “Loco Arbolito”. Él llegaba a un pueblo; iba al bar; se sentaba a una mesa aislada y permanecía allí durante horas. No hablaba con nadie; sólo dibujaba árboles, toda clase de árboles.

Al atardecer se marchaba, en silencio, igual que como había llegado.

Al tiempo, en la entrada del pueblo, sin que nadie hubiera plantado una semilla, aparecían retoños, réplicas exactas de las especies dibujadas por aquel extraño visitante.

Al principio este hecho pasó inadvertido. Poco a poco se fue repitiendo de pueblo en pueblo. La gente comenzó a hablar del “Loco Arbolito”, lo consideraban milagroso. Por donde él pasaba germinaba un pequeño bosque. Ese nombre se me aparecía todo el tiempo. Me obsesionaba el deseo de conocerlo. Nuestros caminos parecían acercarse, sin embargo su partida me precedía, siempre.

Yo me había resignado a que él fuera sólo una figura etérea, apenas un nombre. Por esos días nos conocimos.

Cierta penosa vez el “Loco Arbolito” dibujó el incendio de un bosque.

Al día siguiente comenzó el fuego en los campos. Alguien insinuó que el “Loco Arbolito” era el causante. Todo el pueblo lo siguió. Lo apresaron.

El doctor S. interrumpió su historia, visiblemente emocionado. Encendió un cigarrillo. El doctor F. lo observó en respetuoso silencio hasta que su colega continuó:

-Aquel violento día lo conocí. Yo quería ayudarlo. Cuando me presenté él dijo: “Conozco su actividad. Aunque nos dediquemos a diferentes siembras, usted y yo nos parecemos.

Esa frase me atrapó. Y cambió mi destino. La etapa de médico clínico estaba cumplida. Sería psiquiatra. Ayudaría a otros desprotegidos.

Logré que la policía interrogara al acusador. Después de un duro interrogatorio, confesó: él había iniciado el fuego.

Antes de irme del pueblo le dejé mis datos al “Loco Arbolito”, por si alguna vez me necesitaba.

Regresé a la Capital.

Ya habían pasado dos años desde que había obtenido mi título de especialista. Cierta mañana recibí un llamado: era el “Loco Arbolito”. No había perdido su entusiasmo juvenil por el dibujo. Me contó:

– Hola, doctor. Le hablo desde Neuquén; cada tanto me meten preso; me acusan de incendiario. Siempre alguien me ayuda a salir. Ahora se complicó todo: hubo un terrible incendio en la zona; murieron dos personas. El juez ordenó internarme en un loquero, pero yo no estoy loco. Como me permiten hacer una llamada, pensé en usted.

-Le prometí ocuparme de su caso. Logré que lo trasladaran a esta clínica. Así volvimos a vernos. Tuvimos larguísimas charlas, además de los estudios, por supuesto.

Yo estaba muy preocupado por él. Y se lo dije. También le dije que siempre había creído en él; quería ayudarlo; le pedí que me dijera la verdad. Le pregunté, directo, si él había provocado el incendio. Sin dudar me contestó:

-Salgo de los pueblos al atardecer. Regreso por la noche, y sin que nadie me vea entierro los dibujos de árboles en los surcos que yo mismo preparo. Al amanecer mi trabajo está terminado.

Y hago esto -me confesó -porque dicen que si uno desea algo, con mucha fuerza, ocurre. Por eso mis dibujos se cumplen. La gente, sobre todo los niños, creen que es un milagro.

-¿Y los árboles incendiados? –preguntó el médico más joven.

-El “Loco Arbolito” me aseguró, con completa convicción, que no había dibujado más incendios. Yo le creí. A veces, igual termina preso.

El doctor F. mira su reloj y se pone de pie:

-Me quedaría horas escuchándolo, pero tengo que dar clase. ¿Podemos seguir mañana?

-Vaya tranquilo. Lo espero a las quince.

Al día siguiente, a la hora convenida, ambos profesionales están sentados en el mismo despacho frente a un humeante café:

-Hace dos semanas, al final de mi jornada, recibí el anuncio de mi secretaria: un hombre insistía en hablarme. Decía que lo conozco muy bien, el “Loco Arbolito”. Lo hizo pasar.

El abrazo expresó la emoción del reencuentro. Me alegró mucho verlo; le pregunté qué había hecho en esos tres años.

-Lo de siempre, doctor, dibujar árboles, árboles y más árboles.

-Y te metieron preso, ¿no?

-No. Pasó algo mucho mejor.

El médico levantó las cejas; el” Loco Arbolito continuó su historia:

-Los caminos me llevaron hasta una zona de lluvias intensas hacía varias semanas. La gente estaba desesperada; habían perdido la cosecha y los animales morían de a cientos. Yo estuve un rato sentado en el bar, con mi carpeta de dibujos. Se me acercó un grupo de hombres. Se quedaron alrededor de la mesa, de pie, en silencio, mirándome. No me molesta que me observen, hice mi tarea. Casi terminaba el dibujo cuando uno de ellos, el más alto, habló: “-Sabemos quién sos. Rezamos mucho para que vinieras. ¡Por favor, ayudanos!

-¿Yo? ¿Cómo?

-Dibujá un cielo azul, con sol, sin una nube.”

-Lo hice, doctor. Les dibujé campos maduros para la cosecha y mis amados árboles, altos, altos, altísimos, el cielo, iluminado por el sol, los bendecía con su calor.

-¿Y qué pasó?

-Llegó la noche; la ansiedad me impedía dormir. Aquellos hombres, abatidos, esperaban que yo hiciera el milagro; yo era su única esperanza. Un reflejo parecido a un relámpago me hizo levantar la vista. Las nubes corrían empujadas por el viento, se olía el fin de las lluvias. Permanecí absorto ante ese espectáculo pleno, un amanecer irrepetible. Nunca lo olvidaré. Me incorporé, para irme a descansar, todo fue abrazos, lágrimas, emoción. Ellos habían esperado junto a mí la salida del sol.

-¿Cómo siguió tu vida? –preguntó el médico, contagiado de la emoción del relato.

-Caminé sin rumbo fijo por tantos campos, tantos pueblos, tantos lugares como pude, mi carpeta con los dibujos como único equipaje.

Un día encontré a un muchacho que también dibujaba. Me interesé por sus trabajos: ¡Eran árboles!, ¡Sólo árboles! Le pregunté por qué. Su respuesta definió mi futuro: “Apenas pude sostener un lápiz comencé a dibujar. Mi entusiasmo impulsó a mi padre a contarme la historia del “Loco Arbolito” una y otra vez, quizá, recién ahora me doy cuenta, el viejo tendría el oculto deseo que yo siguiera esos pasos; él me hablaba de los hálitos milagrosos, acrecentados en la marcha permanente. No sé el motivo exacto; por fin me decidí: sería un discípulo a la distancia. Estoy seguro: un día me encontraré con él”.

-¿Se imagina, doctor? ¿Puede imaginar lo que yo sentí?

-¿Por qué decidió tu futuro?

-Felicité al muchacho sin darme a conocer. ¡Me había convertido en leyenda! Debía seguir en el misterio. Mientras me alejaba lo supe: mi andar ya podía detenerse. Mi leyenda crecerá. Gracias a esos fervorosos seguidores surgirán nuevos bosques.

Los dos médicos quedaron en silencio. Se escuchaba el canto de los pájaros.

-¿Ahora entiende un poco mejor mi decisión, doctor? ¿Se da cuenta por qué le di el alta? –preguntó el director de la clínica.

-Sí, doctor, comprendo. ¿Cuánto tiempo cree que puede pasar hasta que lo manden de vuelta?

El doctor S. se encogió de hombros; se sentó en el confortable sillón de cuero verde y lo giró hacia el amplio ventanal. La visión de esos añosos árboles lo trasladó a otra realidad, casi un dibujo.

Noemí B Strocovsky

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